jueves, 9 de julio de 2009

Un escritor "Argeñol", en el Blog de Jordi Cervera









L’editorial Salto de Página ens ha facilitat el descobriment d’una de les veus més fresques de la nova literatura negra en castellà, la de Carlos Salem. La sorpresa va esclatar amb Camino de ida (2007) premi Memorial Silverio Cañada a la millor primera novel•la de la Semana Negra de Gijón. Després vindria la magnífica i absolutament imprescindible Matar y guardar la ropa (2008) i ara acaba de sortir Pero sigo siendo el rey (2009), una delirant road-movie amb el Rey d’Espanya com a co-protagonista.A mi, personalment, si em toca escollir em quedo sense dubtar-ho i sense desmerèixer les altres dues, amb Matar y guardar la ropa. Salem és imaginatiu, sòlid, brillant, capaç d’evocar i de ser contundent, d’aconseguir moments hilarants, sensacions de gran tendresa i espais de ritme trepidant. Àgil, divertit, sensual i agosarat, dibuixa uns escenaris i uns personatges que acaben captivant i fascinant sense escletxes, amb contundència i rotunditat. Altament recomanable.Com sempre la petició ha estat demanar-li els motius que el porten a escriure. Ell ha anat molt més enllà i ens ha regalat una reflexió força més intensa i profunda, cosa que li agraeixo de manera infinita. El resultat és una mostra directa de l’estil Salem.


Confesiones de un escritor “argeñol”
No hace mucho me preguntaban en una entrevista si me consideraba un escritor argentino o un escritor español. No recuerdo qué respondí para salir del paso, pero sí que seguí dándole vueltas al asunto durante meses. Creo que tengo una respuesta. Pero como perdí el teléfono de aquél periodista, la vuelco en estas líneas.Empecé a escribir por el mismo motivo que todos: me cuesta soportarme a mí mismo, y me cuesta entenderme, así que me explico mejor explicando al prójimo. Aunque tenga que inventarlo.A los diez años decidí que quería ser escritor y pronto supe que no sería tan fácil. Escribir es una cosa y publicar otra. Pero lo que me excitaba era escribir y lo hice. Primero poemas horribles y luego cuentos detestables. Leí. Leí mucho, porque pensaba que era la mejor forma de aprender a escribir. Lo sigo pensando. Me fascinó, desde el principio, la ficción, porque es la única verdad posible, la que se construye desde los ojos del narrador pero sólo existe cuando la inaugura el lector.




Los poemas me servían para ligar, que no era poco para un adolescente que era delatado por el rubor de sus mejillas y para colmo bailaba fatal mientras la música disco agonizaba bajo la bola de espejos de cualquier discoteca. Los cuentos me sonaban falsos, moralistas, panfletarios. Mis cuentos. Devoraba lo que hay que devorar si quieres escribir relatos: Cortázar, Borges, Jack London, Stevenson, Conrad, Chandler, Osvaldo Soriano, todos… Los cercanos, argentinos, me maravillaban por la soltura al dar vida a la lengua de todos los días, al “vos” y el “che” con los que construía sin problemas los malos poemas que me seguían asegurando una provisión sexual más o menos frecuente. Pero no podía o no sabía usar ese lenguaje en mis cuentos.
Lo dejé.
Me dediqué a perseguir mujeres inalcanzables, que tarde o temprano se dejaban alcanzar. Seguí leyendo, con la convicción de que nunca sería un joven escritor argentino. El acento de mi abuelo de Almería me resultaba familiar y más cómodo a la hora de narrar, pero en aquél momento y lugar, parecía cursi escribir de “tú” para contar mis historias patagónicas.
Además, había tantas mujeres que perseguir.



Encontré un refugio temporal en el oficio más viejo del mundo. Y no me refiero a la prostitución sino al periodismo, que ejercí durante dos décadas. Mientras vivía “allá”, nuestra peculiar esquizofrenia periodística me fue de gran ayuda: en la prensa escrita no se usaba el lenguaje de la calle, sino el académico, así que podías escribir bien sin sentir que le dabas a las teclas con el ridículo meñique alzado como las viejas anticuadas a la hora de tomar el té. Pero no me alcanzaba. Quería escribir novelas parecidas a las que me gustaba leer, imaginar la cara del lector (mejor aún: de la lectora, tumbada en su cama y con poca ropa…), vivir la experiencia de saber que, mientras uno está en otra cosa, alguien pasea por una calle que uno inventó con letras y frustraciones.
Hace veintiún años llegué a España, casi olvidado mi sueño infantil, y convencido de que el periodismo era un sucedáneo aceptable y útil para fomentar un cambio. Sólo cambié de peinado: de una melena larga y con rizos a esta calva cubierta con un pañuelo de pirata. Y ni siquiera recuerdo en qué momento ocurrió.
Lo que sí sé fue que me pasé casi dos meses con la radio encendida, bebiendo por las orejas el acento de mi abuelo, las expresiones coloquiales de mi segundo apellido. Y sé también que después le quité la funda a la Olivetti “portátil” de metal que pesaba casi seis kilos y empecé a escribir.
Sigo en ello.




De alguna manera, los temas que me ocupaban y preocupaban mientras perseguía chicas en la Patagonia, eran los mismos. Porque a pesar del “tú” y la “z”, somos lo mismo. Recuerdo que cuando era niño me fascinó tener noticias del efecto Coriolis, por el cual el agua gira en sentidos opuestos en los hemisferios Norte y Sur. Cuando llegué a Barajas, la primera vez, en cuanto superé controles y recuperé maletas, corrí al baño y tiré de la cadena: era cierto. En los inodoros del Norte, el agua se va girando al revés que en los inodoros del Sur.
Poco después descubrí que la mierda era igual en todas partes.
Y que eso era bueno, que no hay pueblos mejores o peores, sino gente jodida, con sueños pinchados que no dejan de soplar para creer que alzarán vuelo.
Tal vez por eso me dedico, aunque no exclusivamente, a la novela negra. Porque la muerte y la vida comparten cenicero, y entre ser gilipollas y ser pelotudo no hay otra diferencia que el tipo de billetes con que te toca pagar por serlo. Porque aquí también, como allá, todo lo atamos con alambre y nos gusta creernos los mejores o sabernos los peores; porque en el fondo da igual mientras tengas un flaco amigo, un colega de barra con el que dejar pasar las horas y las cervezas. Porque lo de Coriolis, por suerte, no vale para las caderas de las mujeres que persigas, a uno u otro lado del charco: las caderas, tuve que perder el pelo para aprenderlo, no obedecen a la leyes de la física. Las caderas no obedecen: mandan.
Por eso ahora, cuando me preguntan, respondo que soy un escritor argeñol, un tipo que no encaja del todo en ninguna patria, que ha perdido el acento argentino al hablar pero no al preguntarse lo importante a solas, que sufre doble en los mundiales de fútbol y sabe, a estas alturas, que tiene un pie del alma (si el alma existe, debe tener piernas y calzar tacones) en cada país, con la consiguiente desprotección de lo que suele colgar entre ambas piernas y que en mi caso cae, calculo, más o menos por Miami.


Un tipo que escribió veinte años y empezó a publicar en serio a los 47, y en dos años ha tenido la suerte de ver nacer y hacer la calle a cinco libros suyos. Que sigue escribiendo poemas para ligar pero ahora sabe que se consigue lo mismo diciendo lo que te duele y no sólo lo que quieren escuchar. Que se aburre cuando escucha sesudas teorías literarias de gente que no se divierte ni emociona escribiendo. Que sigue bailando fatal pero con los mofletes delatores tapizados por la barba. Que piensa y defiende que la literatura es radio, porque sin el lector que le aporte vida, se reduce a una paja mental desganada. Un tipo que se ríe cada vez que escucha aquello de que una imagen vale más que mil palabras, cuando basta pensar un poco para saber que es al revés. Que escribe historias tristes sobre personajes desgraciados que hacen reír a la gente. Y a lo mejor, después de la carcajada, la gente piensa. Por su cuenta. Sin moralejas, porque las moralejas, parafraseando a Eva Perón, las escriben los que ganan. Y uno prefiere estar con los que pierden.
Un tipo al que no le gusta que le toquen los cataplines si no es con fines sexuales.
Un tipo a medio hacer que se escribe en cada página.
Un tipo respetuoso, aunque tal vez un poco chulo en apariencia.
Pero no es mi culpa: tengo lo peor de cada una de mis dos casas, que es lo mejor.
Soy argentino y soy español.
Soy un escritor argeñol.
Y a mucha honra.

Carlos Salem

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