jueves, 4 de noviembre de 2010

El hombre que no leía novelas históricas




Desconfío, por sistema, de las novelas que intentan contarme la Historia como si fuera una historia. Desconfío aunque las escriba un amigo, como es el caso del autor de El hombre que mató a Durruti, acaso porque soy un defensor de la poco admitida teoría de que la realidad imita a la ficción, y demasiadas novelas históricas facturadas para el consumo rápido, demasiados placebos literarios al estilo de la perniciosa serie televisiva Águila Roja, fundamentan la conclusión de que lo que suele buscarse no es ni facturar una buena novela ni desvelar misterios históricos, sino forrarse y punto (lo que por otra parte no constituye delito alguno y es lo que todo novelista desea, aunque en público lo neguemos).
En el caso que nos ocupa, Pedro de Paz podría haber optado por muchos caminos, pero eligió el mejor, el que -aparte de un premio a la primera novela que escribía, ahí es nada- no le depararía fama galáctica ni millones de fans con rulos y tiempo de sobra para suspirar imaginando a su comandante Fernández Durán en cueros o al teniente Alcázar seduciendo espías enemigas. No. El autor juega con éxito a la contención y acierta, al ofrecer un marco histórico bien documentado pero nunca tedioso, se vale de los datos y las imágenes que tenemos en mente tras décadas de películas y series que tratan sobre la Guerra Civil, pero no depende de ellos para contar su historia. Al mismo tiempo, sin golpes de efecto ni acumulación de tics, construye unos personajes (en especial los dos citados), definidos, reconocibles y -lo que es más difícil- creíbles. Esto resulta condenadamente complejo en un texto en el que el verdadero protagonista está ausente todo el tiempo, ausente y muerto es su misterio. De Paz lo consigue usando las herramientas del buen novelista, dejando que los personajes fluyan dentro del rígido marco de un estamento militar y una situación política en la que nadie quería sacar los pies del plato o hablar de más. Y es dentro de ese esquema que la novela se vuelve fascinante y muy creíble: no se habla del miedo a perder que tienen todos os personajes, pero se siente.
Puesto a poner alguna pega a la novela, ahí va una ridícula: se hace demasiado corta. Uno se queda con ganas de más, y eso indica que el libro funciona más allá del anzuelo histórico de un personaje mítico como Durruti. El balance que hace el autor entre las dos materias a tratar (las diferentes hipótesis sobre la muerte del legendario dirigente anarquista y la investigación ficticia), es ejemplar y acaso uno de los secretos de este texto.
Mención aparte merece la pareja detectivesca, que aquí asoma y con fuerza pero sin estridencia, y que pide a gritos nuevas apariciones, más extensas y aprovechando el buen control que tiene el autor sobre la época narrada. Eso, o casos posteriores a la contienda, fechados en esa segunda vida que tiene el comandante Fernández Durán y que pese a estar sólo apuntada en el texto, incita a saber más.
En resumen, que El hombre que mató a Durruti me obliga a examinar y poner en cuarentena mis prejuicios automáticos hacia las novelas históricas. Al menos, si las escribe Pedro de Paz.

Carlos Salem

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