viernes, 14 de enero de 2011

El Experimento Azul: día 1




Mamá siempre me decía que debía aprender a decir que no. Aquello tan maternal de “¿si tus amigos se tiran al río, también te vas a tirar?“ Y yo respondía que si era verano, o si alguien se estaba ahogando, o tenía mucho calor, igual sí me tiraba al río. Ella se daba por vencido y me miraba de esa manera.
El caso es que no aprendí a decir que no. Y menos a gente como Fernando Marías. Buen escritor. Buen tipo. Y con una mirada que no deja dudas: ha visionado incontables veces la saga de El Padrino. Ustedes me entienden. Respeto. No lo dice. No lo pide. Pero se lo das. Remember Luca Brasi.
El caso es que dije sí y durante días anduve zombi por Madrid preguntándome sobre el sentido de la vida, la existencia del alma humana y, sobre todo, qué diablos hacía yo metido en algo relacionado con un videojuego y una consola portátil.
Vamos, que no soy un neardental, llevo veinte años usando ordenadores y hasta tengo Facebook (me faltan amigos para igualar el millonario récord de Roberto Carlos, pero ya son dos mil y pico). Entre nosotros, soy un loco de los aparatitos. Existe un nombre inglés o japonés para eso, pero prefiero no saberlo. Es decir que la tecnología me es familiar. Pero nunca tuve una consola, ni portátil, ni doméstica o como se denominen. Ciertos escarceos, hace años, con juegos de PC, acaso porque en las redacciones de los diarios echas más horas que una veleta en Tarifa. Y poco más.
Y ahora Fernando me ha metido en El Experimento Azul, que recuerda a El Martillo Azul de Ross Macdonald, y mac fue siempre para mí el hijo putativo más aventajado del imposible matrimonio entre Raymond Chandler y Dasshiell Hammett.
Además, están los otros.
No estaré sólo ante el peligro. Aunque el peligro igual son mis ¿compañeros?, ¿competidores?, ¿adversarios?. Vaya uno a saber. Y siempre lo sabes tarde.
Vanessa Montfort tiene pinta de tener en su casa media docena de consolas y cocinar al dictado del juego ése de cocina que hace un par de años estuve por comprarme pero desistí porque uno tiene una imagen que defender. Es asquerosamente joven, desalmadamente guapa y como toda pelirroja de casta, implacablemente lista.
David Torres no es tan joven. Tampoco es guapo. Para nada. Pero detrás de esa mirada capaz de acojonar a Joe Pesci-Nicky santoro en Casino, se esconde una computadora que baraja como naipes marcados miles de películas y novelas del género negro. Cada vez que hablo con él corro a casa para exprimir Wikipedia a ver si lo pillo en un fallo. En vano.
Con esa gente me tengo que enfrentar. Y con un juego de investigación llamado Ghost Trick. He aceptado el caso porque tengo el sí fácil. Y deberé dedicarle muchas horas (probablemente para aprender cómo se enciende la Nintendo DS, cuando me llegue). Mamá tenía razón. Otra vez me he tirado al río. Y sin saber nadar.

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Hace dos días llegó el mensajero con el paquete. Yo sabía que contenía la consola portátil porque una escueta llamada telefónica de Fernando Marías me lo había advertido. El mensajero me miraba con sorna pero vi que el paquete no tenía ningún logo y salvé mi imagen asegurando que era un juguete erótico que había encargado por correo. No coló. El chaval me dijo que él también tenía una Nintendo DS y que el modelo nuevo permitía conectarse a internet. Se fue silbando un Fantasma en la máquina de Police. Y me consolé pensando que cuando Police era Police, ese chaval no había nacido. No sé porqué, ese pensamiento, en lugar de confortarme, me deprimió un poquito.

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Hoy es el día. Ya sé como se enciende la consola y hasta he comprobado, mediante un juego de entrenamiento cerebral, que mi edad mental es de 99 años. Para tapar la boca a mi madre, que siempre dice que mi edad mental es de cuatro años y medio. Toma ya. Si quiero me tiro al Manzanares. Mejor no.
Inicio el Ghost Trick convencido de que, para un escritor-lector como yo, que a los trece cambió los tebeos por Cosecha roja y a los trece ya sentía nostalgia de El largo adiós, esto estará chupado.
Hay un detective rubio y muerto, con pelo en cresta. Y una pelirroja con el pelo en cola de caballo, a la que matan y tengo que salvar. Yo soy el rubio de pelo en cresta, pero si estoy muerto, ¿cómo voy a salvarla? Aprendo rápido y me pregunto quién me mató y por qué. Tendré que dedicar a esto varias horas, en casa y con los postigos cerrados, para que no me vea ningún vecino. De llevarme la consola por ahí, ni soñarlo. No imagino a Bukowski dándole a la pantalla táctil con el lápiz, ni a Marlowe intentado salvar, mediante la combinación de objetos presentes en el escenario, a esta pelirroja cabeza loca que no hace más que meterse en líos. Paso el primer capítulo y doy la vuelta olímpica por casa.
¿Cómo les irá a los otros? Me conecto por wifi desde la consola y ni David ni Vanessa han colgado nada en sus blogs. Seguro que los malditos ya van por el nivel 4, por lo menos.
Suena el móvil. Es Torres. Me pregunta qué tal estoy y le digo que de maravillas. Espera que le hable del juego pero me hago el tonto hasta que pregunta.
Psé, es fácil, le digo, ya voy por el nivel 9 y tiene su gracia.
Contiene la respiración y pregunta:
¿Nivel 9?
, le digo. Seguro que tú también andas por ahí.
Más o menos, responde. Inventa una excusa y corta, imagino que para lanzarse al juego y avanzar. Sonrío hasta que me doy cuenta de que tengo que pasar el nivel 2 y no será nada fácil. Seguro que Vannessa sí va por el nivel 9. Hora de hacer la compra para que mi nevera no fallezca de inanición. Me pongo el abrigo largo de cuero y oculto la consola en el bolsillo en el que iría el arma, si llevara una.
A esta hora las colas en el súper son eternas y si escondo la Nintendo con los faldones del abrigo mientras espero que me cobren, seguro que logro avanzar otra pantalla y que mis compañeros de cola piensen que estoy viendo una porno.
Tengo que imagen que defender.

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