viernes, 21 de enero de 2011
El Experimento Azul, nº 2
Día 2:
Hace unos días, cuando Fernando Marías nos citó en su casa con aires de cardenal florentino en plena conspiración, para entregarnos las Nintendo DS XL y nuestros respectivos ejemplares del juego Gosth Trick, David Torres me dijo:
-Ten cuidado, tío, que tú eres un loco de los gadgets y a ver si acabas enganchado…
Y Vanessa Montfort agregó, pelirrojamente:
-Dalo por perdido, David: el Salem es capaz de enviciarse hasta con el cambio de luces de los semáforos peatonales.
Maldije el día en que le conté mi debilidad hacia esos adictivos instrumentos del mobiliario urbano y las tardes perdidas esperando que el hombrecillo rojo o verde se pusiera amarillo. Hay cosas que nunca debes contarle a una pelirroja.
Fernando Marías no dijo nada, porque seguramente estaría ideando un nuevo experimento ciber literario, como encerrar a una docena de novelistas vapuleados con un crítico malicioso en un ascensor y retransmitír a todo el mundo por Internet lo que ocurra. Pensándolo bien, no sería mala idea: el programa podría llamarse: “Que yo no he sido, has sido tú”, y como subtítulo: “Sólo puede quedar uno”.
En fin, que ante la burla de mis compañeros de experimento brotó mi lado más salvaje y los insulté con dureza, sin cortarme un pelo. Los insulté en armenio. Y telepáticamente, por las dudas. Porque sospecho que Torres habla el armenio y no podría asegurar que Vanessa no ejerza de telépata en sus ratos libres.
Pero lo llevan claro si creen que me engancharé con Gosth Trick. Ja.
Una de mis compañeras de piso golpea a la puerta del baño y me dice que llevo tres horas y media dentro, que deje de jugar con la consolita de las narices y salga de una vez, o se lo hará en el pasillo y me tocará limpiar a mí. De nada ha servido entrar con el Marca envolviendo la Nintendo con aire de llevar dentro una revista porno: me han pillado.
Día 3
El juego tiene su gracia: el detective muerto tiene que averiguar quién lo mató, pero ha perdido la memoria, por lo que antes tiene que saber quién era y qué buscaba cuanto estaba vivo. Como casi todos nosotros. Y para dificultar un poco más las cosas, tiene que estar constantemente salvando la vida de una pelirroja con coleta, que resulta ser una policía encubierta. Se la cargan. Siempre se la cargan, porque va provocando. Pero el detective puede retroceder en el tiempo cuatro minutos, los mismos con que cuenta para intentar salvarla. Si pudiera retroceder cuatro minutos en el tiempo, corregiría muchas cosas de mi vida. Como cuando la dije a Fernando que contara conmigo para el Experimento Azul. (Entre nosotros, estaba convencido de que la cosa consistía en probar alguna nueva especie de viagra de efecto permanente, pero no).
Día 4:
Mis compañeras de piso llaman a mi puerta y dicen que han cocinado un guiso de madre y que si quiero comer. Digo que ya voy, para ganar tiempo. Pero no me engañarán. Vivo en un piso compartido, en Lavapiés. Hay gente en el mundillo literario que cree que poso de escritor maldito, pero maldita la gracia que me hace, a mí, que nací para tener una piscina climatizada en el dormitorio y un jacuzzi en la biblioteca. Mi vida me recuerda a un letrero que mi viejo colgó cuando yo era niño en la puerta de su tienda:
Esta es una empresa sin fines de lucro
(no era nuestra intención inicial, pero…)
¿Por qué no gano lo mismo que Ruiz Zafón si ambos somos calvos y yo más alto y guapo? Misterios de la vida. Un día de estos me entrevistaré con Ruiz Zafón, a ver si salgo de dudas. Mejor no. A ver si resulta que es más alto que yo.
Mis compañeras llaman otra vez y por debajo de la puerta se cuela un aroma de cocido que despeina el suave vello animal del que debería estar recubierta mi alma, en el caso de que la tuviera. Digo que ya va y trato de salvar a la pelirroja, a punto de ser asesinada por novena vez. Casi lo consigo. Casi. Paciencia, sólo llevo catorce horas jugando sin parar, y Roma no se hizo en un día. Seguro que la compraron hecha. En cuanto llegue a las veinte horas lo dejo por hoy. Porque una cosa está clara: no voy a enviciarme. Les pido a mis compañeras que trituren mi ración de cocido y me la alcancen en un jarro, con una pajita. Dicen que estoy loco y que me quitarán la Nintendo. Cedo y salgo. ¿Has intentado comer cocido con una mano mientras salvas a una pelirroja a punto de morir aplastada por una para de pollo gigante? No lo intentes. O inténtalo si vives solo. Me encanta el cocido madrileño, pero cuando tus compañeras de piso te hacen tragar tu propio pañuelo negro por haber dejado perdido el salón, no tiene el mismo gusto.
Día 4:
Espío el blog de David Torres. Dice que ha superado el nivel 15 de Ghost Trick. Menos mal que llevo toda la noche encerrado en el baño jugando y sentado en el vater, porque me meo de risa.
Día 5:
¿Y si es cierto que David ha superado el nivel 15? No lo creo: es un tipo serio y no dedicará al juego más que una hora al día, mientras estudia ruso o checheno, o ve al mismo tiempo cinco películas de cine negro para luego poder vacilarnos. ¿Y Vanessa? Habla de regresiones y demás, pero no me lo trago: con toda la promoción del Premio Ateneo de Sevilla, no le quedará tiempo para jugar de verdad. Es lo bueno que tiene que todos los premios que me dan vayan acompañados de un diploma y una palmada en la espalda pero no lleven ni un duro de dotación: que me sobra tiempo para jugar. Y he salvado a la pelirroja de la pata de pollo gigante. ¡Toma ya! Se lo cuento al psicólogo que han contratado mis compañeras de piso para convencerme de dejar el juego. Él asiente y lo celebra. Creo. Porque con la mordaza que le he puesto en la boca y atado de pies y manos para que no intente quitarme la Nintendo, el discípulo de Freud no puede decir ni siquiera ahá o hummm.
Día 6:
Me llama por teléfono el chico de Vanessa. Dice que si le hago un sitio en el sofá de casa, porque ella, atrapada por el juego, lleva días sin hablarle. Le digo que exagera, que los del Ghost Trick no es para tanto.
-De verdad, Carlos: en la última semana sólo he conseguido que me diga ahá y hummm…
Le digo que pruebe con amordazarla y dice que no se atreve. Yo tampoco me atrevería. Insiste con lo del sofá y le cuento que no hay lugar: desde hace seis semanas están de visita diecinueve amigas de una compañera de piso griega que lleva seis meses sin vivir aquí. Cosas que pasan en Lavapiés. Pero que con lo mal que lo están pasando los griegos con el asunto de la crisis, no tenemos ánimo para echarlas. Cuelga sollozando y yo sonrío. Igual lo de pedir asilo era una treta de Vanessa para mandarlo a espiar mis progresos. Lo consulto con el psicólogo amarrado y me da la razón con el lenguaje que hemos inventado: un parpadeo quieren decir “sí” y cuarenta y ocho significan “no“. Intentaré aplicar ese método, mordaza incluida, la próxima vez que negocie con un editor.
Día 7:
Ha llamado la novia de David. Dice que él no hace más que jugar con la Nintendo y hablar en armenio todo el tiempo. Le recomiendo que en un descuido le robe el cargador de la consola, así cuando se agoten las baterías tendrá que dejar de jugar.
-Ya lo hice, Carlos, pero el tío había tenido la precaución de comprar media docena de cargadores -dice ella -. Y por si fuera poco, se ha inventado un dispositivo conectado a una placa solar en el techo, por si yo cortaba la electricidad de la casa…
Le digo que tenga paciencia, que en la tele han anunciado nubosidad variable y cuelgo. Tipo listo, Torres. Lo de la placa solar no se me había ocurrido. Igual es cierto que ha superado el nivel 15. Maldita sea. Tengo que esmerarme. El detective fantasma es listo pero sin mi ayuda la chica de la coleta morirá otra vez, ahora por culpa de un mecanismo automático y extravagante que acaba con una vieja pistola disparando contra ella. Por cierto: he notado que todos los personajes masculinos del juego se quieren beneficiar a la chica. Como la vida misma. Desoigo las amenazas de mis compañeras y me concentro. La salvo. ¡La he salvado! Oigo trompetas triunfales pero creo que en realidad son sirenas. Por la ventana veo que una ambulancia se detiene ante nuestro portal. Bajan unos tipos fornidos, vestidos de blanco y llevan en las manos una curiosa chaqueta del mismo color, de las que se abrochan por la espalda. Abro la Otra ventana y trepo por la cañería, con la Nintendo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo. No pienso dejarme atrapar: como todo el mundo sabe, el color blanco engorda una barbaridad. Llego al tejado y mientras huyo localizo varios puntos donde instalar placas solares cuando se vayan. No esperarán mucho: la ambulancia era de la Seguridad Social y con un poco de suerte se llevarán al psicólogo creyendo que soy yo. Con los pies encajados en las tejas del techo, sigo jugando. Lo importante, me digo, es que no me he enganchado con el juego. Cede una teja. Y otra. En cuanto salve a la pelirroja buscaré un lugar más seguro para esconderme, no sea cosa que acabe por ceder la útima teja y me cai…
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