viernes, 2 de enero de 2009

Carta abierta al barrio en la novela negra










Querido y odiado barrio:
Me he pasado casi un veinte años preguntándome por qué te me resistías cuando intentaba retratarte en alguna novela o en un cuento perdido. Por qué, si se me daba más o menos bien pintar con palabras los barrios ajenos (algunos en lo que había estado de visita y otros que nunca había pisado), cuando se trataba de situar la trama en el barrio-barrio-barrio, los verbos se me escapaban por el patio y los adjetivos me sonaban a hueco. Confieso que durante un tiempo me consolé al descubir que Raymond Chandler, que podía llevarte de paseo a cualquier barrio exclusivo desde la mirada sardónica de Marlowe, o recorrer los pasillos más oscuros de inqulinatos pintados de humedad, en realidad nunca me mostró el barrio en el que vivia Philip, del que no retengo más que la imagen de unos peldaños de madera (secuoya, creo), para ascender hasta la soledad polvorienta y el tablero de ajedrez, con Capablanca como único vecino y contricante de una partida inacabada,
Y cuando fui consciente de eso me dije: “coño, carlos, al menos tienes algo en común con Chandler”. Pero el subterfugio nunca me sirvió de mucho, porque periódicamente me he ido topando con autores que saben hacer del barrio el protagonista oculto de sus novelas. Policíacas, pero sobre todo novelas. David Torres, por ejemplo, que en El gran silencio me presentó a Roberto Esteban -boxeador con futuro que acaba en matón con sentimientos y más ética que un par de Roucos Varelas que yo me sé- , tiene el barrio dentro incluso en esa novela en la que apenas lo menciona. Y lo saca fuera, vuelve a él como era necesario en la reciente Niños de tiza, en la que el cabrón de Torres, dicho en el buen sentido de la palabra, además de escribir una de las mejores novelas que he leído en los últimos años, la escribe negra y con el barrio como la primera novia que siempre se recuerda.



¿Por qué, barrio, si he vivido en una treintena de barrios, ninguno es el mío cuando llega la hora de prestarle la palabra a un personaje? Y lo peor es que no dejan de salirme al paso ejemplos de escritores capaces de bailar con su barrio literario el rocanroll de la esquina, y mira que yo he tenido esquinas. Pero nada. Cuando toca escribir, siempre soy uno que pasa, un forastero que lo observa todo y a veces hasta lo comprende, un descubridor de charcos sin un charco propio en el que chapotear.
Me conformo, pero entonces me tropiezo con novelistas como el inmenso cubano de Santa Clara, Lorenzo Lunar, que tiene a su personaje Leo Marín, policía casi obligado en el barrio que lo vio nacer, el barrio monstruo con cientos de orejas, el barrio animal vivo que te devora y se queda con los huesos, el barrio que, como Lunar escribe “le ronca los cojones”. Hace menos de seis meses, cuando abrí En vez de infierno encuentres gloria, la primera novela con Marín como protagonista, no pude dormir, fascinado por la prosa de Lorenzo, pero también por la respiración del barrio, presente y doliente. Desde entonces, procuro perder ese libro, pero no lo consigo, y ya he recaído en cinco ocasiones. Para evitar la sexta, ayer me compré el segundo libro de la serie, La vida es un tango, con la esperanza de romper el sortilegio, pero ha sido peor. Además del talento enorme de mi amigo el gordo Lunar, le envidio el barrio que es una mala mujer a la que resulta imposible olvidar.
Huyo lo más lejos posible, hacia escenarios que me resulten ajenos no por geografía sino por biografía. Nunca he estado en una villa miseria de las que rodean como una acusación que nadie asume el brillo de la ciudad de Buenos Aires. Pero me bastaron las primeras diez páginas de Gólgota, de Leonardo Oyola, para anhelar inluso esa pobreza regida por severos códigos de protección mutua. Villa Scasso tiene un alma, seguramente negra pero propia, algo que no termina de soltarte nunca, algo a lo que vuelves aunque no quieras, aunque no vuelvas nunca.
Y cuando creí que me había ganado al menos un par de semanas sin padecer esta orfandad de barrio propio, llega Oscar Urra y me restriega, con A timba abierta, la pertenencia aunque sea adoptiva, al barrio de Tirso de Molina en el que llevo viviendo casi desde que empezó el nuevo siglo, el barrio que empezaba a llamar mi barrio y ya no podré hacerlo.
Supongo que existe algún nombre de sindrome para lo que me ocurre, y que alguien habrá hecho con él libros de éxito o series cutres para la tele. Yo prefiero llamarlo el Síndrome de la maceta, porque me temo que los que nunca nos hemos quedado el tiempo suficiente para ver crecer los árboles en nuestras aceras de la infacia, estamos condenados a disfrutar de las sombras prestadas por otros árboles; los que hemos hecho de nuestra vida una mudanza, sólo podemos conservar las raíces en un recipiente portátil, para que no se nos sequen. Y las regamos con el aporte de escritores de talento, como los que he nombrado o algunos más, que no enumero, para no amargarme la tarde.
Querido barrio: te odio porque no te tengo.

Atentamente,
Carlos Salem

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